sábado, 23 de enero de 2010

Memorias de un Trazador

Mi hogar solía estar en Villa Alemana, era el epicentro del Arte del Desplazamiento en la V región. Mi vida giraba practicamente en torno a esta disciplina. Hacía un año o dos que decidí dedicarme a este arte que tanto amaba.
Mis padres no estaban muy conformes con esta decisión. Como cualquier padre esperaban que me convirtiera en un profesional salido de una universidad, sin embargo lo respetaban.
Ellos y mi novia eran un soporte en mi vida, los amaba.

Tenía un buen grupo de amigos, todos Traceurs. Hombres y mujeres fuertes. No se que habrá sido de ellos. Espero que hayan sobrevivido gracias a lo que el Parkour les enseñó.

El día de la tragedia nos encontrábamos con mis padres en Valparaiso. Para salir de la rutina familiar quisimos ir a comer al puerto. Era verano, la ciudad estaba llena de vida, con su bohemia, su gente característica, sus turistas, sus calles añejas pero mágicas hacían de este lugar uno como ningún otro.
Estábamos disfrutando de un mariscal cuando empezó el caos.
Lo primero que escuchamos fueron gritos de varias personas a lo lejos. Llamó nuestra atención pero no mucha, debido a que los robos a turistas en estas fechas eran comunes. Había mucha pobreza y delincuencia en Valparaiso.
Sin embargo los gritos no terminaban, más gente se sumaba al coro de gritos. Derepente una turba de gente corría en todas direcciones, como loca, aterrorizada por algo.
Mi padre tomó a mi madre del brazo y se la llevó dentro de un local apartado, dentro del mercado, donde comíamos. Mi curiosidad me llevó a trepar por una viga para ver que es lo que estaba pasando.
El mercado estaba lleno de gente, todas corriendo sin saber de que, se empujaban, los que caían al suelo eran aplastados por el resto de la gente. Veía a mucha gente ensangrentada. Las mesas tumbadas, locales saqueados, vidrios rotos, gritos, llantos. Derepente la imagen de un hombre mayor, algo gordo, completamente cubierto de sangre estaba sobre una mujer, que gritaba desesperada. El hombre la golpeaba y daba mordiscos en su cuello. Algunas personas intentaban ayudarla. Luego la imagen se volvió confusa, aquellos que intentaban atacar al tipo comenzaron a avalanzarse contra más gente. En unos 10 minutos era una carnicería, la gente no podía defenderse, los gritos de miedo y los llantos se iban convirtiendo en alaridos de rabia, al igual que los rostros de las personas.

Me llevó un tiempo salir del estado de shock y recordar a mis padres. Trepando llegué hasta donde se supone que debían estar. Llegué al local, que contaba con un techo abierto, los vi a los dos arrodillados de espaldas, deben estar orando (pensé), ambos tenían mucha fe. Los llamé a gritos, ambos se voltearon.
Estaban bañados en sangre. Al principio pensé que los habían lastimado, comencé a bajar. Cuando estuve más cerca, vi pedazos de algo viscoso entre sus manos. A sus pies, una niña pequeña, destripada. Sus ojos en tinta, rojos, sus rostros me miraban fijo, con ira. Nunca vi a mis padres mirarme de tal manera, con tanto odio.
Mi padre se levantó hacia mi gritándome, comenzó a correr hacia mi, detrás de él otras personas en el mismo estado. Atiné a correr.
Nunca en mi vida había sentido tanto miedo. Corrí sin parar, llorando, sintiendo tras mío a una turba de gente gritando y gruñendo con rabia, con odio, como bestias. Cada vez sentía más y más gente corriendo detrás mio.
En la calle, la gente estaba vuelta loca, atacándose a mordiscos, a golpes, los policías atacando a gente sin distinción, los militares atacándose entre sí. Automóviles y autobuses volcados, edificios en llamas. Era un caos, todo estaba fuera de control. Corrí hacia un edificio abandonado en la calle Errazuriz. Por su estado, era imposible entrar en él si no eras un hábil escalador, eso me salvó.
Estuve dos días congelado, sin poder moverme del miedo, llorando desconsolado, como un niño asustado. Los gritos no cesaban. La sirena de emergencia, los gritos y alaridos, las explosiones, los balazos, era la sinfonía del fin de los tiempos. Fueron dos dias eternos, sin dormir, sin comer ni beber, catatónico. Esperando que en cualquier minuto alguien acabara conmigo.
Finalmente me desmayé de un colapso nervioso.

Cuando desperté me encontraba tendido en un colchón, en una casa abandonada de madera. No era el edificio donde me había escondido. Me levanté de un salto, alrededor mío habían unas cinco personas, comiendo. Me miraron, y una se acercó con comida, luego de comer, volví a dormir.

Los siguientes días despertaba sólo para comer, no hablaba con nadie. Los que me rescataron pensaron que me había vuelto loco.
Un día llegó un grupo nuevo de supervivientes. Eran algunos de mis hermanos, quienes entrenaban conmigo. Uno, Nicolás, se acercó a mi y me abrazó. Rompí en llanto. Luego volví en mí.
Quienes me rescataron eran Okupas, la casona en que nos encontrábamos era su refugio. Me pusieron al tanto de la situación de la región.
Relataron una pandemia, según ellos creado por el poder hegemónico, para acabar con gran parte de la población. Hablaron de complots por el poder económico. El virus convertía a la gente en locos, como si tuvieran rabia, se contagiaba con los fluidos en forma instantanea.
En las ciudades más alejadas, hacia el interior, habían creado zonas de seguridad, hechas por el gobierno, con alto contingente militar. Los caminos hacia otras regiones estaban cerrados, si no eras atacado por los infectados eras asesinado por los foragidos. Las zonas seguras se convirtieron en tumbas. Los infectados fueron atraidos por las multitudes haciendo una masacre. Nada más se supo del gobierno ni de ninguna autoridad. La ley del más fuerte se impuso.
Los siguientes días fueron difíciles. Salir nuevamente al mundo, para buscar alimentos. Fuimos designados para eso, por nuestras habilidades. Pronto tuvimos que aprender a asesinar. Al principio varios murieron por ser compasivos, por miedo a matar. Las pesadillas de las muertes, la falta de higiene, las heridas, la deprivación del sueño, el hambre, hicieron el resto. Los asesinatos, infecciones del virus y los suicidios eran pan de cada dia.

Con el tiempo nos hicimos duros, se convirtió en rutina. Aunque nunca me acostumbré a los alaridos ni al olor a muerte nauseabundo, si se hizo costumbre aprender a escapar, saquear, asesinar en forma efectiva.
La última vez que saqueamos un supermercado fue un desastre. No contábamos con tantos infectados, siempre es mejor tratar con ellos cuando son unos pocos, si son más de cinco es mejor correr. Es más fácil ser infectado que asestar un golpe certero en la cabeza de uno de ellos, y no sentían dolor ni miedo. Eran implacables.
Nunca más supe de ninguno de mis hermanos, ni de ninguno de ellos.
Desde ahí todo está escrito.

Mi vida antes del desastre ahora parece muy lejano. Un sueño sacado de una película de fantasía, donde todo es hermoso. Una ducha caliente, una cama acogedora, una familia, vivir en paz y sin miedo a morir a cada segundo. Todo eso hoy es muy lejano y parece una utopía.

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